Las dos eticas del politico / Eduardo Torres Alonso

Los políticos profesionales son necesarios. Hasta se puede decir que imprescindibles. Los que se asoman a ver qué hay y qué agarran en la vida pública no merecen ser llamados políticos. No todas las personas están dispuestas a dejar sus actividades cotidianas y a estar expuestos permanentemente al escrutinio público o a participar en reuniones extensas y extenuantes sobre la forma de gobernar, la resolución de crisis de gobernabilidad o la naturaleza de una nueva ley que implica modificar otras tantas. Ser un buen o una buena practicante de la política exige renunciar un poco al yo, pero hay muchas personas que la denigran, sin importar su edad, sexo o ideología.

Una de las distinciones más frecuentes en los círculos en donde se practica la política y en grupos académicos es aquella que se refiere a quienes viven de la política y a quienes viven para la política. Ambas ideas se han popularizado bastante, aunque tienen más de un siglo. Si se escucha la primera frase, se entenderá de forma sencilla que serán muy pocos los políticos que no utilizan su encargo para hacer negocios extralegales que les beneficien («político pobre, pobre político», dice una sentencia popular en México), y quienes viven para la política serán los consagrados a la atención permanente de los asuntos públicos, los estadistas más que los gobernantes. Ambos, los que viven para y los que viven de la política son profesionales (o al menos aspiran a ello), pero no todos están destinados a la trascendencia.

Esta distinción fue expresada en plena primera posguerra, en 1919, por Max Weber en una conferencia pronunciada en Múnich y luego reunida en Politik als Beruf (La política como vocación –también traducida como La política como profesión–). Más allá de esta conocida diferenciación, el autor plantea otra igualmente relevante y atemporal, entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción.

En cuanto a la primera, quienes se adscriben a ella son responsables de sus acciones al advertir que su comportamiento tendrá efectos en la sociedad y el sujeto debe ser consciente de ello al estar integrado a una comunidad en donde existen vínculos afectivos y de solidaridad. La responsabilidad hace mesurado al político, lo que no significa que lo despoje de su pasión.

En la ética de la convicción, el sujeto lleva a cabo sus acciones porque tiene la certeza de que sus ideales, valores y principios son los adecuados y busca establecerlos como pautas de conducta no sólo para él sino para otras personas, pero no considera las consecuencias de sus actos motivados por aquellos.

En el campo de la confrontación política, los valores absolutos no tienen lugar puesto que la constante ahí es la pluralidad. La concepción única del mundo, moldeada por esos ideales propios, obnubila a la persona y no permite ver los efectos de sus decisiones y actos. La política no es lugar para este tipo de ética porque no se trata de la entrega incondicional del ser a los demás o de la depuración de todo con base en una visión de lo que es correcto. Si esto llega a ocurrir, existe el riesgo de franquearle la puerta al fanatismo ya que no importa lo que se tenga que hacer para lograr el fin.

Como personas, quienes practican la política tienen posiciones valorativas arraigadas sobre lo que es bueno y sobre lo que no lo es tanto, pero dichas formas de ver el mundo y estar en él no deben ser impuestas a los demás. Por supuesto, como guía conductual sirven, aunque el respeto a otras formas de pensar tiene que ser la norma.

La ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no están separadas, mas la responsabilidad debe predominar sobre la convicción. Si no ocurre así, el fundamentalismo político toma el lugar de la razón.

El ethos weberiano resulta ser una orientación para las políticas y los políticos: una conjunción entre el ser, el deber ser y el poder ser. La política requiere profesionales que la practiquen con un sentido de realidad, una medida de responsabilidad y una dosis de idealismo.

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