Malo o bueno / Eduardo Torres Alonso

La humanidad sería mejor. Se decía mientras pasaban los momentos más terribles de la pandemia. Nada cambiará, manifestaban otros. El confinamiento sólo representó una pausa en la conducta habitual del individuo que, una vez que concluyera el encierro, volvería a ser como era, incluso, más agresivo. Se leía en algunos medios de comunicación de forma desesperanzadora.

Las ideas anteriores forman parte del debate sobre si el ser humano es malo o bueno por naturaleza. La filosofía política ha examinado esta cuestión. Se pueden citar a Thomas Hobbes y a Jean-Jacques Rousseau como los exponentes más notables de ambas posturas. Hobbes mencionó que era preciso la existencia de una entidad superior al individuo para que moderara sus impulsos violentos y egoístas (el Estado); mientras que Rousseau pensó en que la inclinación natural de las personas era la empatía y la bondad. Esas posiciones han logrado sobrevivir durante el tiempo y siguen siendo objeto de discusión, no sólo filosófica, sino en áreas muy concretas, por ejemplo, las políticas públicas.

Claro, la manera en que el sujeto se posicione, será la forma en que extienda sus lazos de solidaridad, cordialidad y confianza hacia los demás (o no). La desconfianza, el egoísmo y el miedo hacia los desconocidos puede cifrar su comportamiento, manteniendo una participación reducida en la vida comunitaria.

Pensar en una bondad innata o en una maldad inoculada desde el momento de nacer (incluso, desde antes) responde a una visión, me parece, catastrofista. Las personas buenas existen y también las que actúan vilmente, pero si, en principio, se descarta que el ser humano tenga una u otra predisposición, ¿qué lo lleva a hacia el bien o hacia el mal?

La respuesta es un laberinto, pero se podría aventurar que la manera en que se esté en y piense el mundo obedece a las relaciones con los demás. El ser humano es con la sociedad; en caso contrario, difícilmente podría considerársele como tal, tomando en cuenta, de forma única, su membresía biológica a la especie, puesto que la dimensión cultural no existiría.

Hay una bifurcación en el camino del entendimiento social y de la propia vida: actuar bien o ser malo. Más allá de la visión teológica al respecto, es una cuestión de índole utilitaria y ética. Participar en la sociedad exige aceptar códigos, comportamientos y lenguajes, desconocerlos implica la expulsión de la colectividad.

Al ser conscientes de nosotros mismos y del papel que tenemos en la organización social, salta a la vista esta cuestión. Ser bueno o ser malo, he ahí el dilema.

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