Mundo raro / Ornan Gmez

Miedo

Unos minutos antes, el Benji ladrada con furia. Después, sus ladridos se convirtieron en aullidos lastimeros, como si con ellos implorara piedad. Gruñidos que me erizaron los vellos de la piel y me hicieron pensar en desgracias. Después, el Benji se calló y se hizo un silencio espeso, como si de pronto alguien hubiera apagado los ruidos del planeta. Y entonces, a mitad de ese silencio, una especie de siseo se fue convirtiendo en un sonido más sólido, semejante al galope desordenado de caballos. Segundos después, las láminas que cubren el pozo de luz de la casa donde vivo, empezaron a tronar como si una mano invisible los apretara. Quizá por la inseguridad que predomina en esta ciudad, pensé que algún bandido había aniquilado al Benji y ahora estaba tratando de meterme por el pozo de luz.
Todo lo anterior lo imaginaba desde la cama, donde Eduardo dormía inocente a mi lado. Minutos atrás habíamos leído un capítulo de Harry Potter y el cáliz de fuego. Por los juegos que practicó en el día, mi hijo estaba cansado. Así que cuando percibí que estaba a punto de quedarse dormido, le di un beso de buenas noches, no sin antes desearle toda la alegría del mundo. Después me quedé pensando en su futuro profesional que aún estaba un poco lejos. ¿Qué será de su vida?, me cuestioné cuando pensé en toda esa corrupción que prevalece en las instituciones, que son las que determinan la vida de una sociedad. Luego recordé algunos pasajes de El hambre de Martín Caparrós. En ese libro, el autor deja entrever que, bien aplicada, el hambre sirve como estrategia para conquistar territorio y mano de obra barata. Además de ello, la pobreza extrema, de la mano con el hambre, son administrados por los países ricos que se disputan el planeta y sus recursos.
Y por allí seguí pensando, mientras de tanto en tanto contemplaba a mi hijo que dormía placido a mi lado. Decidí seguir su ejemplo. Apagué las luces y traté de dormir, pero una sensación de abandono me lo impedía. Y en una de esas vueltas que daba sobre la cama, escuché al perro que ladraba.
Encendí las luces con la intensión de ver quién intentaba meterse a mi casa por el pozo de luz. Fuera quien fuera, no saldría bien librado, pensé. Pero entonces lo sentí. La cama empezó a balancearse como una barca golpeada por olas embravecidas. ¿Temblor? Pensé en Rita y Ximena que dormían en otra habitación. Salté de la cama y corrí a ver cómo estaban. Cuando abrí la puerta, Rita sostenía a la pequeña mientras gritaba que estaba temblando. No me asustó el movimiento de la casa, sino la expresión de miedo en los ojos de Rita. En esos ojos, antes alegres, ahora había una mirada cargada de miedo. Una mirada insolente que destrozaba la tranquilidad de Rita. Como respuesta, corrí de vuelta a la habitación donde estaba Eduardo. Lo abracé porque se resistía a abandonar el calor de la cama. Con él, en brazos, bajé las escaleras casi corriendo. Llegué al patio y lo dejé allí, en tanto abría el portón. ¿Para qué? No lo supe. Quizá para mirar lo que acontecía afuera.
En la calle, mis vecinos miraban hacia la oscuridad, en silencio. Algunos, imaginé, lloraban. Y tenían razón, porque acabamos de salvar la vida por un milagro. Recordé que mientras bajaba las escaleras con Eduardo en brazos, pensaba que en cualquier momento las paredes y el techo se nos caerían encima. Pese a ello, las cosas iban bien, porque me sentía con ánimos para sobrellevar el incidente que acababa de acontecer.
Sin embargo, cuando vimos que los portales de noticas informaban que no fue un temblor, sino un sismo de 8.2 grados, sentí que me hundía en un abismo oscurísimo. Entonces supe que sí, que salvamos el pellejo por un milagro. Sin embargo, no todos corrimos con la misma suerte, puesto que, en San Cristóbal de Las Casas, un par de personas fallecieron porque una barda se les vino encima al momento de salir corriendo de su casa. Más tarde supimos que el epicentro del sismo estuvo cerca de Pijiapan, lo que generó desastres en Oaxaca y Tabasco. Entonces pensé que el Apocalipsis, ese libro bíblico de revelaciones que mi abuelo me leyera de pequeño, se estaba haciendo realidad.
Pero lo grave no estuvo durante los minutos que tardó el sismo, sino en lo que vino después. Desde el jueves, siento que el miedo me sigue a todas partes. Quizá se debe porque el sismo me recordó lo pequeño y frágil que somos ante la naturaleza que, molesta, se manifiesta de maneras diferentes: tsunamis, terremotos, ciclones, inundaciones, sequías, entre otros.
Y entonces, después del sismo, generado por ese montón de información que empezaron a circular por Facebook y WhatsApp, una especie de psicosis se apoderó de la ciudad. Decían que, de un momento a otro, un terremoto con mayor fuerza arrasaría con Chiapas. Y entonces la preocupación se hizo más intensa, porque, siendo honestos, ¿a quién le gustaría morirse así, de repente?
A nadie.
Y el miedo continúa porque, según informó el propio presidente del país, Chiapas está en riego de sufrir otro sacudón. Y unos refuerzan este comunicado diciendo que podría ser más fuerte que el anterior, lo cual genera más miedo, al grado de que algunos duermen fuera de casa o bajo las columnas porque allí, piensan, podrán salvarse. Y, todos, tratamos de llevar nuestras vidas con normalidad, pero sabemos que eso es imposible porque nos consume el miedo. Así me lo han dicho amigos taxistas, empleados de gasolineras, profesores, periodistas y mis vecinos que, dicen, tratan de poner toda su fe en Dios. Él no nos dejará solos, dicen. Y trato de creerles, pero no puedo. El temor a vivir lo mismo que la noche del jueves es angustiante. Es como una mancha oscura que me va tragando de a poquito. Una cosa es vivir un sismo de manera imprevista y otra, muy distinta, saber que en cualquier momento uno puede quedar planchado bajo las paredes y el techo de tu propia casa.
El temor me está destruyendo los nervios, pese a que trato de entretenerme en las risas de mis hijos y mis lecturas. Pero no puedo. En la noche del jueves algo se movió en mí al ver la expresión de terror en los ojos de Rita. Y eso algo que se movió, por más que trato, no regresa.

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