El palo que habla / Jorge Mandujano

Foto: Arturo Guzmán Siordia / Ilustrativa

La Iglesia, las leyes, el Estado

El llamado a la llamada «Marcha por la Familia» entraña, y así lo delató, las más inocultables obsesiones del Cardenal Norberto Rivera, desde que la Iniciativa para legitimar los matrimonios gays, el posible derecho a la adopción homoparental y la probable despenalización del aborto llegó a la casa de unos tristes legisladores abocados tan sólo a iniciativas a modo para Los Pinos.
Posponer la aprobación de la referida Iniciativa, mandarla a la llamada Cámara Baja, por parte del Senado, y recibirla de nuevo para reenviarla una vez más, sólo advierte una perversa actitud de parte de los legisladores.
Por supuesto que no es gratuito. Ahora la Arquidiócesis encabezada por el cardenal Rivera, ninguneado por el Papa en su estancia en México y demandado ya, penalmente, echa mano de la feligresía para condicionar al PRI y a sus aliados su voto, en tanto no den marcha atrás a la multicitada iniciativa.
Estaríamos asistiendo a la configuración del verdadero rostro de México, cuyo Estado es abierta y públicamente acotado por la Iglesia. Fueron 11 los obispos que acompañaron una marcha cuya demanda medular se hallaba abismalmente opuesta a la falsa «reivindicación de la familia», mientras insistía en modificar el Artículo Primero de la Constitución para darle la última vuelta al candado (no sin ser ellos los depositarios de la llave) que proscriba en definitiva los matrimonios igualitarios, y el posible derecho de éstos a la adopción, bajo un torpe argumento: los matrimonios gays tan sólo engendrarán niños gays. Olvidan que las y los homosexuales advienen de parejas heterosexuales.
Ahora son legisladores del PRD quienes mandan a preguntar a Gobernación si los obispos «violaron o no» la bendita ley al salir a marchar con sus feligreses. En fin.
De nada sirve acotar a los religiosos cuando «se meten en política», si el mismo Estado los utiliza para resolver los trastupijes del país.

Voz en off

Habíamos logrado avanzar sobre las frías baldosas de la gran Ciudad de México. Rodrigo Núñez llevaba como armas infalibles una cámara en la mano derecha, otra en la izquierda, una más al cuello y dos de repuesto en la bolsa de cuero que me había «sustraído», antes de partir a Europa con Florence Toussaint.
Para entonces, la vida se trazaba sobre la cosmopista del «ya la hicimos», de «somos los más chidos». Habíamos apostado a no vivir en Chiapas: soñarla allá, en una ciudad que, con todo, nunca fue la nuestra.
Comenzaba a caer la tarde sobre la avenida Reforma. Era el otoño de 1979 y asistíamos a cubrir la primera Marcha de Homosexuales y Lesbianas que se había dado en la historia de México. Rodrigo registraba el singular acontecimiento con su Cannon y yo con mi pluma y una Minolta, por si se ofrecía.
La marcha habría de concluir justo frente a las escalinatas del Auditorio Nacional, adonde nos esperaba el cierre del Festival Internacional de Tango. Rodrigo, Florence y yo aguardamos en la fila para escuchar a dos «mostros»: Astor Piazzolla y Osvaldo Pugliesse. Y todo parecía tan sólo una maravillosa tarde, de mucho color, coronada por un soberbio concierto, cuando llegó el remate de la crónica: Javier Molina, entonces el mejor reportero cultural de «La Jornada», y quien hacía fila con una rubia argentina, fue advertido por Rodrigo, al tiempo que le dijo: «Te mandaron saludes de Chiapas, vos Javier». El aludido se limitó a responder: «Mejor me hubieran mandado un toque», y se perdió entre la muchachada.

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