Racismo y muerte / Claudia Corichi

El inicio de junio, en Estados Unidos, viene marcado por más de 1.8 millones de casos de COVID-19 y cifras por encima de los 105 mil fallecidos debido al manejo tardío y poco eficaz de ese país. Además, con 20.5 millones de trabajos perdidos en abril, la tasa de desempleo llegó al 14.7% y se espera que alcance el 20% durante la crisis.
El contexto ha evidenciado que en EUA enferman y mueren más pacientes afroamericanos (28% al 70% dependiendo la ciudad) y latinos (alrededor del 34%) por el coronavirus, debido a condiciones de desigualdad. Mayor incidencia de hipertensión, diabetes, obesidad y asma son condiciones de salud reflejo de otros factores sociales como la falta de acceso a seguridad social, mala alimentación, ingresos menores y, por lo tanto, menor ahorro, así como fuentes de trabajo con mayor riesgo (siembra y recolecta, enfermería, servicios de reparto y limpieza, abastecimiento y atención de supermercados, entre otros).
En medio de esta coyuntura, la sociedad norteamericana nuevamente se enfrenta a esa herida que parece siempre abierta: odio, temor y segregación racial. El homicidio de George Floyd perpetrado por la policía es una desgarradora y repugnante escena. Floyd murió durante su arresto, y no después, como estableció la fiscalía. El descontento social originó, a pesar de los riesgos que conlleva en el contexto de pandemia, fuertes protestas por todo el país, mismas que han sido mediatizadas y criticadas por instigar enfrentamientos violentos contra la policía. El nivel de indignación es evidente ¿podría ser de otra manera?
La situación no es menor. Trump (buscando afianzar el voto blanco conservador) declaró vía redes sociales que está listo para involucrar fuerzas militares y reinstaurar la paz, y busca clasificar como organización terrorista a la izquierda radical. Al tiempo que se refugia en el búnker dada la presunta amenaza que representaba el movimiento para la Casa Blanca, el presidente respondió con represión violenta a una manifestación pacífica.
El debate no es —ni debe ser— sobre si las protestas generan o no violencia, sino sobre porqué, una vez más, escenas de este tipo manifiestan un trasfondo de racismo y desigualdad que pareciera ajeno a una de las supuestas sociedades más desarrolladas del mundo.
El fenómeno remite a tareas pendientes desde tiempos de Martin Luther King. La brutalidad policiaca, hoy legitimada desde la silla presidencial, y la politización del racismo no deben ser parte de una campaña política. En el s. XXI, durante esta crisis mundial, nadie debería cuestionar la importancia de la defensa de los derechos humanos de cualquier persona y mucho menos promover discursos de odio o confrontativos con fines políticos. Lo más importante es que el cambio que se ha gestado durante tantos años finalmente fragüe.
La administración Obama sentó una imagen empoderada y progresista que debe recuperarse. Un cambio real requiere una reivindicación de la sociedad, en Estados Unidos y en el mundo, en la que no caben racismo, machismo ni homofobia.

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