Terminó, pero no se ha ido / Eduardo Torres Alonso

El 5 de mayo, fecha marcada en el calendario cívico mexicano, se hizo un anuncio que en algún momento tendría que ocurrir ya que, como dice la paremia: “no hay mal que dure cien años”. El director general de la Organización Mundial de la Salud anunció el fin de la emergencia de salud pública de internacional provocada por la COVID-19. Es una noticia que debe ser recibida con una dosis de felicidad, otra de serenidad y una más de reflexión.

Felicidad. Después de meses muy difíciles, llenos de incertidumbres, fake news, violencias, despedidas, vacíos y distanciamientos, que la OMS haya declarado el fin de la emergencia es, no hay duda de ello, una buena noticia. Si bien es cierto que las medidas para disminuir los contagios por COVID-19 desde hace meses están muy relajadas, también lo es que este mensaje reconoce, al menos, dos aspectos: la importancia de las oleadas de vacunación (aunque hay que enfatizar las desigualdades que se vivieron para el acceso a las vacunas) y el compromiso indeclinable del personal sanitario (tan maltratado y vilipendiado) que estuvo listo para ayudar a quien lo necesitó. Quedó claro que las vacunas salvan vidas y la inversión en salud es un asunto de primer orden.

Serenidad. El anuncio del doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus, resultado de la recomendación del Comité de Emergencia de la OMS, no es para echar las campanas al vuelo. Al menos, no todas, porque el SARS-CoV-2 seguirá en el planeta buscando mejores condiciones para su existencia; es decir, continuará mutando y teniendo víctimas mortales. Como él mismo lo dijo: la COVID-19, hace una semana, fue responsable del fallecimiento de una persona cada tres minutos. Al respecto, la ciudadanía debe asumir, como pautas cotidianas de comportamiento, lo que tanto se dijo para no contagiarse: limpieza frecuente de manos, usar cubrebocas cuando se considere conveniente o no salir cuando haya alguna enfermedad respiratoria, mejorar los hábitos alimenticios y de ejercicio, en fin, tener presente que ya no es emergencia, sino amenaza y que, como tal, ahí está. Los Estados, por su parte, no deben desmantelar lo que construyeron ni desechar los aprendizajes en materia de monitoreo y respuesta contra el virus.

Reflexión. Los daños directos e indirectos de la pandemia están siendo cuantificados. Los millones de fallecimientos, el trastorno de la normalidad, la ampliación de la brecha de ingresos y el incremento de la pobreza, la multiplicación de casos problemas relacionados con la salud mental, entre otros aspectos, son muestra de que la capacidad de los Estados no es la que se dice en los discursos oficiales y fue precisamente en aquellos en donde se depositó una parte de la esperanza de la población para salir de este grave problema. La ciudadanía confío en sus gobernantes. Algunos cumplieron; otros, dejaron a la reviva a su sociedad. Esto nos debe orillar, como comunidad unida por lazos de solidaridad, a un diálogo colectivo –sin agresiones y con información– sobre lo vivido y sobre lo que nos depara el futuro. Vivimos una situación que era poco probable que ocurriera y que cuando apareció, en poco tiempo, detuvo la marcha habitual del mundo. Debemos estar listos para el nuevo amanecer, para hacerle frente a los graves problemas que enfrentará la civilización y también para celebrar el ingenio, el tesón y la creatividad humanos.

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