Un coro contra la igualdad / Eduardo Torres Alonso

Hace unos días, a través de las redes sociodigitales, vimos a un grupo de estudiantes españoles que, a todo pulmón, como si fueran a entonar un himno o una canción de moda, gritaron improperios en contra de las integrantes del Colegio Santa Mónica, exclusivo de mujeres, ubicado frente al Colegio Mayor Elías Ahuja, sólo de hombres, lugar de los hechos. ¿Los jóvenes no se dieron cuenta de la severa agresión que cometían?

No. No se dieron cuenta o si alguien reparó en lo que estaba pasando, calló. Probablemente, unos, en su fuero interior, censuraron el acto y no participaron –con lo que eso significaría al ser calificados como “traidores al género”–, pero lo que sucedió fue la presencia de una manada de machos que agredió, porque podía hacerlo, a las mujeres de otra institución. Gritaron porque podían. Esa manada se asemeja a otra, también en aquel país, que en 2016, violó a una joven. La razón es la misma: porque sus integrantes podían hacerlo.

Los participantes en este indignante acto, según registra la prensa, han circulado una carta de disculpa. Ellos mencionan que fue “una broma que se salió de control”. La Fiscalía de Madrid no piensa necesariamente lo mismo y ha abierto una investigación para ver si se configura un delito de odio. Menuda cosa, confundir una agresión abierta y directa con una inocentada. No encuentro la manera en que esos conceptos, agresión y broma, pueden ser intercambiados y vistos como sinónimos.

A los responsables se les olvidó que las jóvenes son iguales a ellos. ¿Qué ha ocurrido para que unos jóvenes, que están en su proceso formativo, decidan violentar, así sea verbalmente, a todo un colegio femenino?, ¿puede la democracia sobrevivir cuando los ciudadanos, en particular quienes apenas alcanzarán la adultez, desconocen el derecho a la igualdad y el respeto a la otra?, ¿el retroceso civilizatorio es tal que vemos mercancía, en este caso, sexual, en lugar de personas?

La violencia de género sigue siendo uno de los problemas más graves en las sociedades contemporáneas. A pesar de los esfuerzos institucionales –nunca suficientes– las conductas violentan se recrean y sofistican, manteniendo, eso sí, su talante primitivo. No hay sujetos plenos y dignos, sino cosas sin valor o con valor de uso.

Quienes han entendido que las cosas ya cambiaron son las mujeres. Y lo dicen a cada rato. Las teorías feministas y de género dan cuenta de lo que está mal en la configuración social. Las manifestaciones en las calles y avenidas, como en los salones de clase y en la propia casa es expresión del hartazgo que tienen con la condición de violencia a la que están sometidas. Quienes no quieren verlo, aceptarlo y cambiar es un grupo de hombres que se aferra a una división dicotómica de la sociedad: lo público (el poder) para ellos, y lo privado (la sumisión) para ellas. Las nuevas masculinidades, las masculinidades asertivas o las nuevas masculinidades alternativas –cada concepto entraña una construcción teórica particular– ayudan a que lo normalizado haga cortocircuito y otros sujetos se planten en la vida.

La tarea sigue ahí: deshacer el pacto patriarcal.

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