Un oprobioso nombre / Eduardo Torres Alonso

A partir de los últimos días de mayo, cientos de estudiantes empiezan a anunciar, con felicidad justificada, la culminación de sus estudios superiores. Después de tres, cuatro o incluso cinco años, iniciarán otra etapa de su vida. Es necesario el festejo. Así como hay que partir el pastel por el cumpleaños, no hay que hacer como que nada pasa cuando se egresa de la universidad.

«Te invito a mi quema» es una invitación que verbalizada o por mensajería telefónica reciben los jóvenes (o recibían, la pandemia modificó algunos rituales) para participar en una celebración, en donde convergen, además del ánimo extasiado por reunir los créditos escolares, la música y las bebidas. Hasta acá, nada fuera de lo normal, salvo el nombre de la convocatoria.

En la «quema», a veces, hay una representación en cartón de un libro, que recuerda a la materia más difícil o a las vicisitudes vividas durante la carrera que, literalmente, se quema. Una especie de exorcismo. ¿Por qué detenerse en algo tan insignificante como el nombre de la fiesta? Pienso que el nombre que le damos a las cosas tiene relevancia y que constituyen, como lo hace el lenguaje, formas de entender el mundo. Por ello, las palabras que designan e identifican seres, cosas o acciones son tan importantes.

Fatal casualidad, además, la de la fecha. Las fiestas de fin de cursos, como mencioné, empiezan a fines de mayo y fue el 10 de ese mes cuando inició la purificación de las consciencias. En Unter den Linden, la avenida más importante de Berlín y otrora centro cultural de la ciudad, se encendió una hoguera que consumió cientos de libros sacados de las bibliotecas universitarias y personales, y de las librerías, de autores y temas «no arios». Alrededor del fuego, cerca de 40,000 personas presenciaron y celebraron el acto. Joseph Goebbels, ministro de Progranada nazi, habló de detener la decadencia moral de la sociedad. Para frenar lo que a sus ojos era la crisis de los valores, había que destruir la obra de Brech, Einstein, Hemingway, Mann, Proust y Zweig.

Fue un acto proselitista, qué duda cabe, que demostró el grado de fanatismo que un movimiento puede generar y el nivel de anti-intelectualismo de ese régimen del terror. Hay que repetirlo: los gobiernos autoritarios al rechazar la inteligencia, promueven doctrinas que deben ser memorizadas sin objeción. No hay lugar para el disenso, la interperlación o la duda.

La quema de libros es recordada como el triunfo de la barbarie. Fue un botón de muestra de lo que el nazismo –y cualquier régimen posterior que ha conculcado las libertades y encerrado, exiliado o asesinado a quienes se atreven a opinar distinto– era capaz de hacer: el salvajismo y la atrocidad.

Nadie se debe espantar con las celebraciones –al contrario, hay que estimular su realización–, pero sí hay que reparar en cómo las nombramos.

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