¿Una civilización fracasada? / Eduardo Torres Alonso

Uno de los rasgos más relevantes de la humanidad es la civilización. Un concepto que expresa, entre otros elementos, rasgos de comportamiento y niveles de construcción de conocimiento para mejorar la calidad de vida en un proceso de larga duración. Esta definición mínima es, a la vez, polémica en la medida en que puede ser utilizada para desestimar otras formas de convivencia que no encajen, de forma plena, en los parámetros dominantes de lo que significa ser civilizado. Con todo, el aspecto más preclaro del concepto es evitar la autodestrucción de la comunidad por medio de la canalización del conflicto en instituciones reguladoras.

Norbert Elías, un sociólogo judío, da cuenta del proceso civilizatorio y, de su contraparte, el proceso descivilizatorio de las sociedades, a través del control y del autocontrol que tienen las personas en su relación con los demás. Su propia experiencia de vida, marcada por la violencia de la Segunda Guerra Mundial, fue uno de los resortes para reflexionar sobre la violencia que atraviesa las sociedades.

¿Por qué algunas personas pueden ejercen violencia, hasta grados de barbarie, sobre otras y por qué otras no? Una respuesta, desde Elías, es que existen formas de organización de las relaciones sociales que incentivan y conducen comportamientos no violentos. Vinculada a esta forma de organización se encuentra el Estado que detenta el monopolio de la violencia física legítima, como lo expresó Max Weber.

Al existir este monopolio, las personas no tendrían razón por recurrir a la violencia, pero esa característica del Estado no logra hacer que todos los sujetos repriman la acción física en contra de alguien más. Más aún, el registro contemporáneo de eventos violentos al interior de las sociedades (desde la que hay al interior de los hogares, pasando por el enfrentamiento armado entre grupos delincuenciales y las formas más elaboradas del crimen transnacional) es evidencia de que la violencia subyace a las relaciones cotidianas.

¿Qué ha ocurrido para que en lugares lejanos o próximos se registren eventos brutales de agresión?, ¿aquel monopolio le ha sido arrebatado al Estado?, ¿los mecanismos de autocontención o autocontrol de los sujetos han desaparecido?

Estas preguntas –y otras más– se vuelven relevantes cuando existe desconfianza hacia los otros y hacia las instituciones. Violencia y desconfianza, entonces, se acompañan. Convendría agregar otro elemento: la (im)posibilidad real de mejorar las condiciones de vida. Al no existir elementos suficientes para que todos alcancen mayores satisfactores, la competencia por ellos deviene violenta.

El proceso civilizatorio convive con el proceso descivilizatorio. Acaso las motivaciones de este último sean las necesidades no atendidas de la población. El Estado, entonces, debe ser fuerte –que no autoritario– y poseer una estructura sólida para pacificar y mejorar las condiciones de vida, de otro modo el abismo está a la vuelta de la esquina.

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