Una politica diversa / Eduardo Torres Alonso

Los movimientos por el reconocimiento de derechos y en contra de la discriminación, la exclusión y las violencias que han llevado a cabo los grupos LGBT+ han enseñado una cosa: ser es resistir. Tener una identidad sexo-genérica distinta a la hegemónica es asumir una posición de lucha permanente por la dignidad y las libertades.

La diversidad es una condición vinculada a la política, y a la política democrática, en especial: no puede haber democracia en donde todos piensan lo mismo, porque es el disenso lo que genera el diálogo; no obstante, a pesar de la existencia de derechos que, en principio, lo son para todas las personas sin distinción, quienes asumen una preferencia o identificación corpórea disidentes no pueden ser sujetos plenos en la sociedad por las prohibiciones sociales y legales no explícitas, los estigmas existentes y las informaciones equivocadas que se propagan. Una persona heterosexual no sufre esto y sus expectativas, en consecuencia, son muy distintas. Vivir con miedo a la burla, a la agresión verbal o física o al asesinato impune es limitar las potencialidades de las personas.

Ciertamente, cuando alguien expresa –sin importar su edad, posición económica, etnia o cualquier otra condición de interseccionalidad– su preferencia sexual y reconoce su identidad de género nadie debería decir algo si no es para empatizar y fortalecer, y es ahí en donde la política tiene una tarea fundamental: la naturalización de la diversidad.

La lucha frente a las desigualdades, por la existencia de menos injusticias y más libertades es una batalla que puede ser equivalente a la que se libró para derrumbar los autoritarismos gubernamentales e ideológicos. Así lo consigna el combate a sangre y fuego contra los fascismos en el siglo XX. Las reivindicaciones de la comunidad LGBT+ no sólo tienen una legitimidad histórica, sino que forman parte de la construcción misma de la civilización. Resulta difícil no encontrar un momento en que lo diverso no haya sido perseguido. En esta lucha, la comunidad ha ido contracorriente. Es la lucha contra la verdad, la que se ve a sí misma como única.

La política tiene que servir para modificar las circunstancias existentes y dicho cambio tiene que hacerse con responsabilidad y visión. Se requiere una política dialogante con todas las expresiones, firme en las convicciones y transparente en las prácticas; una política que confabule por un mejor futuro. En esta línea, en tanto sujetos del Estado, cualquier individuo, sin importar ninguna condición, por ejemplo, debería estar en posibilidad de casarse o de solicitar el reconocimiento de su unión por el Estado. El denominado matrimonio igualitario no es una concesión de la autoridad en turno, es un derecho ganado, arrebatado a una visión anacrónica de las formas de relación, y así debe ser entendido. Junto con ello, otros derechos, a saber, el acceso a créditos en instituciones de financiamiento de vivienda, tienen que ser la constante.

Alegar que el matrimonio sólo puede ser entre personas de sexos distintos con la finalidad de la procreación es no entender el tiempo en el que se vive. Procrear es una decisión libre que no se circunscribe a un modelo de relación. En México, el número de hogares sin hijos o hijas no es menor. En alrededor del 20 por ciento de los hogares en Tlaxcala no hay hijas o hijos y en cerca del 34 por ciento en la Ciudad de México pasa lo mismo, por mencionar las entidades federativas que tienen el menor y mayor porcentaje al respecto.

Otro aspecto relevante es la visibilización de las diversidades en y desde el poder. En las pasadas elecciones, el 1.9 por ciento de la totalidad de las personas candidatas se identificó como parte de la comunidad LGBT+. Ese porcentaje es muy menor en comparación a las candidaturas de personas que no se reconocen como parte de dicha comunidad y a la vez muy significativo porque es una cifra alta si consideramos que la mexicana es una sociedad muy conservadora. Porque así es, basta ver las respuestas que se registran, entre otros, en la Encuesta Nacional sobre Discriminación. A pesar de la agresión verbal, digital e incluso física esas personas candidatas ahí estuvieron, alzando su voz y pugnando por una forma distinta de hacer y pensar.

Quienes tienen un mandato popular o desempeñan una función gubernamental por designación están obligados a trabajar en función del bien colectivo, con valores laicos, sin estereotipos y con la mayor cantidad de información científica posible. Sólo así se puede construir un nuevo discurso y una nueva realidad.

El afecto, el deseo y el amor deben significar los mejores sentimientos que las personas –sin ninguna diferencia– pueden dar a otras. Nadie se tiene que meter y el Estado debe garantizar seguridad y libertad.

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