Vivir entre subversivos / Enrique Alfaro

(Primera parte)
He terminado de leer “La revolución imposible” de Julio López Arévalo y muchos recuerdos se agolparon en mi mente. El libro cuenta la vida en la guerrilla de Pepe Lopez Arévalo, mi amigo y maestro. Cuando lo conocí, seguía siendo un subversivo, pero ya no en la clandestinidad. O ya solo por ratos se sumergía en ella. Yo venía de una adolescencia idealista —¿puede ser de otro modo?— y soñaba con cambiar al mundo. Pepe era notoriamente inteligente, sagaz y lo presumía con su humor, pues siempre tenía una frase para hacernos reír cuando platicábamos de algún tema escabroso.
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En los años ochenta del siglo pasado yo era un joven periodista que deseaba modificar la grave realidad del su país que entonces era gobernado por un partido hegemónico que aplastaba casi todo. Ejercía entonces el periodismo crítico a través de la caricatura y la militancia política en el Partido Mexicano de los Trabajadores, que editaba la revista Insurgencia Popular que reunía a los más destacados caricaturistas mexicanos.
Desde mi adolescencia me topé con información sobre la guerrilla luego de que mi hermano mayor me diera a leer muchos libros y revistas, en su mayoría de Rius. Recuerdo que la puerta de madera de su cuarto tenía pintada una extraña combinación: un símbolo hippie de “amor y paz” y arriba, en grande, la consigna ¡Viva Lucio Cabañas!
En la historieta “Los Agachados” comencé a leer al ingeniero Heberto Castillo, a quién Pepe López Arévalo le guardaba respeto. Muchos años después me enteré la razón: él también había militado en el PMT del viejo Heberto, como yo.
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La militancia política me llevó del Partido Mexicano de los Trabajadores al Partido Mexicano Socialista, que sostuvo la breve campaña presidencial de Heberto, y luego al Partido de la Revolución Democrática, con Cuahtémoc Cárdenas a la cabeza.
Me tocó vivir el gran fraude electoral de 1988. Durante el gobierno de Salinas murieron cientos, si no miles, de militantes perredistas. Mi admirado caricaturista y más grande influencia, Rogelio Naranjo, publicó en la revista Proceso un cartón genial: el espurio presidente Carlos Salinas sostenía una inmensa hacha ensangrentada y todo a su alrededor estaba manchado de sangre. No se veía ningún cadaver, todo estaba vacío, solo se veía muchas pringas a su alrededor y él decía una frase con la que en un discurso respondió sobre sus críticos. “ni los veo ni los oigo”. Pero los muertos estaban ahí.
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Ante la frustración por la represión y los fraudes, en ocasiones soñaba con ser guerrillero para combatir al mal gobierno. Chiapas, en ese entonces, era gobernado por un militar: el general Absalón Castellanos, quién era vinculado con la matanza en la comunidad indígena de Wolonchan en 1980. La agresión fue perpetrada por militares adscritos a la 31 zona militar, a cargo del militar chiapaneco.
Eran tiempos de represión al magisterio y al movimiento social. Yo había conocido al periodista Juan Balboa, mi paisano arriaguense, y de inmediato me había identificado con él. Juan era corresponsal de Proceso y dirigía la revista y el semanario Ámbar y, como yo, venía de la militancia política en la izquierda. Él fue del Partido Socialista Unificado de México y conocía a muchos que venían del Partido Comunista y de los grupos radicalizados.
A las oficinas del Ámbar nos llegaba la revista “El Insurgente” del Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo. El PROCUP nos hacían llegar su publicación. Ahí estaban ellos, los guerrilleros, cercanos, más cercanos de lo que creímos.
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En la campaña de Patrocinio González Garrido, un “cachorro de la revolución”, Ámbar defendía su independencia. Eso pronto se transformó en graves diferencias con el nuevo mandatario. Recuerdo que, ya siendo gobernador Patrocinio, el ejército desalojó la comunidad de Chalam del Carmen y Ámbar publicó un amplio reportaje que denunciaba el suceso. Patrocinio se molestó mucho. Luego entendimos que en el texto periodístico se mencionaba que los militares buscaban armas. Era un operativo para localizar a guerrilleros. Desde entonces el Estado sabía de la existencia de el movimiento subversivo.
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Pepe ganó la presidencia estatal de la Unión de Periodistas Democráticos y, por no dejar, solicitó entrevista con Patrocinio. Un día me llamó afligido para decirme que, para su sorpresa, el gobernador había aceptado una reunión con nosotros (yo era su compañero de fórmula, su secretario general) y fuimos a palacio. Hablamos con el gobernador y lo comenzamos a incomodar, hasta que Pepe le dijo que el periodista y dirigente del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana en Tapachula, Alonso Rodríguez Gamboa, lo acusaba de ser el autor de un atentado en contra de su vida por sufrir un extraño accidente automovilístico. Jamás vi tan alterado a Patrocinio como esa ocasión. Exclamó: “¡Está pendejo! Si yo lo ordeno, se hace. No acepto que me digan que no se pudo”… Y Pepe y yo tragamos saliva.
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Ramón de la Mora llegó a colaborar con la revista Ámbar. Lo recuerdo serio, callado. Era un profesional de la radio. Un día se ausentó y tiempo después nos llegó el rumor de que había muerto en Guatemala. Me contaron que falleció en un enfrentamiento entre los kaibiles (militares de élite) y una columna guerrillera en la plena selva guatemalteca.
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Un día se decidió cerrar la revista y el semanario Ámbar. Varios de quienes integrábamos esas publicaciones partimos a distintos destinos. Yo acepté la invitación de Mario Menendez, periodista relacionado con grupos guerrilleros que había estado preso en el penal de Lecumberri. Una de las ocasiones en que llegó a Chiapas, Juan Balboa lo fue a traer al aeropuerto Llano San Juan y cuando vio Menéndez el viejo sedan oxidado se negó inicialmente a subirse. “No me he aplicado la antitetánica”, le justificó.
Luego de tratar varias veces con el director de la revista Por Esto!, finalmente decidí participar en la fundación del periódico regional del mismo nombre. La revista de extrema izquierda se volvía un diario que circularía en todo el sureste. Menéndez me hospedó en un buen hotel donde también se alojaba su familia: esposa e hijos cubanos. Todos los días trataba con yucatecos y cubanos y al poco tiempo ya no sabía yo en qué tono hablaba.
Luego de rediseñar, junto con un salvadoreño, el diario Por Esto! renuncié y regresé a Chiapas. Mario no quería que dejara de colaborar con ellos, pero la tierra me llamaba.
Años después, en 1992, le platiqué al caricaturista Eduardo del Río “Rius”, mis andanzas con el periodista guerrillero y me dedicó uno de sus libros con estas palabras: “Con un dejo de envida para el prometedor colega (y más que eso) Enrique Alfaro, sobreviviente de pilón de Mario Menéndez con saludote chiapanaco (momentaneo)”.
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Sin pretenderlo convivía yo con guerrilleros y ex guerrilleros. En el Partido de la Revolución Democrática trataba yo con Arturo Luna, en el Consejo Estatal Electoral con Manuel Alzaldo y en algunas reuniones de la fauna cultural con el escritor Saúl López de la Torre. Los tres habían sido integrantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre y ya vivían en la legalidad, aunque continuaban en la lucha por transformar este país.
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Con tantas vinculaciones, imagino que para los servicios de seguridad del Estado yo era uno más de los subversivos. Y sí, yo idealizaba la lucha guerrillera y la influencia de Pepe López Arévalo en mi era notoria. Yo admiraba al “comandante”, como le llamábamos al jabalín.

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