Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Hace algunas décadas, cansado de verme en el ocio o quizá para ahorrarse los pesos de las serenatas, mi padre decidió mandarme a tomar clases de guitarra a la Escuela de Música del Estado de Chiapas, centro al que iba y regresaba cargando mi guitarra al hombro, por cierto, sin temer que alguien pudiera arrebatarme el instrumento en el camino, así de seguros vivíamos.
Andaría por los once años de edad y en lugar de fijarme en grupos de rock, con un espíritu chapado a la antigua me veía encarnando a Pedro Infante o, ya de perdis, a Jorge Negrete, quienes guitarra en mano y con gesto sufrido conquistaban a las más bellas del pueblo.
Mi desencanto comenzó desde la primera clase, cuando en lugar de abrazar la guitarra me explicaron que debía aprender a solfear, y peor me sentí al descubrir que en lugar de «Morenita mía» o «Cielo rojo» tenía que interpretar las lecciones de «Julio S. Sagreras».
Como si hubiera dejado en casa la olla de frijoles al fuego, comencé a mirar con entusiasmo la puerta de salida, convencido de que «nunca» habría de volver a tan aburrido sitio.
Para mi suerte, justo por esa puerta vi llegar a una jovencita de cabello oscuro, rostro de formas suaves, así como cierta elegancia en el andar y en el trato que convirtieron mi «nunca» en «un día más y ya».
La muchachita en cuestión tuvo la amabilidad de convertirme en su amigo y a la semana, además, me dio el número de teléfono de su casa, así de sutil era para coquetearme.
Nombre. Parecía yo galleta en agua, hinchado de orgullo y emoción. Claro que me comencé a deshinchar cuando sopesé la posibilidad de que no me contestara ella, sino su mamá… o su papá… y (quizá como le pasó a algunos de ustedes) tomé el teléfono varias veces y otras tantas lo volví a dejar en su sitio, antes de atreverme a discar los cinco números que me comunicarían con mi primer amor platónico.
La primera vez que la llamé, ella me dijo que justo estaba llegando de la escuela de música. Ese fue un dato preciso que me permitió calcular su tiempo de traslado. Aun así, recuerdo con nitidez el ansia diaria —porque hablábamos todos los días y siempre debía marcar yo— de esperar la hora (8:20 pm) para llamarla, que ella me contestara y comenzar una especie de romance telefónico que, dicho sea de paso, se terminó el siglo y no llegó a concretarse en la vida de carne y hueso.
Claro, después viví otras ansias y decenas de esperas, ya fuera los resultados de los exámenes de admisión, pruebas de embarazo, respuestas de becas y de trabajos, y los mensajes de amores fallidos. Sin embargo, esas primeras ansias que viví se quedaron para siempre conmigo y hasta la fecha, cuando he tenido que describir a un personaje enamorado, no tengo más que evocar algunas de aquellas emociones y la historia se va dando sola.
Ahora estoy viviendo varias nuevas esperas. Son resultados que de ser positivos, impactaran para bien mi vida inmediata —o al menos eso creo—, y si no, me obligarán a replantear estrategias y caminos para seguir avanzando en mi vida profesional.
Aun así, y a pesar de los años de experiencia que tengo para eso de esperar, no puedo dejar de sentir cierta ansiedad, un mucho de nervios, emoción y a veces hasta observo el vuelo de las aves con la esperanza de adivinar mi futuro a través del auspicio. Lo feo es que las aves que más se dejan ver por mi rumbo son los zopilotes, y entonces opto buscar otras artes adivinatorias.
De pronto se impone mi lado pensante, echo mano de la educación adquirida en la escuela positivista, hago a un lado esas supersticiones creadas por la ansiedad, sonrío y me dedico a trabajar un rato, hasta que el querubín anuncia, carrito en mano, que ha llegado la hora de jugar con él.
«Todos siempre estamos esperando a alguien», me dijo Itzel, una niña que a la sazón tenía nueve años. Yo ahora le sumaría que todos siempre estamos esperando a alguien «o algo», y esa espera también le da sazón a la vida cotidiana, sino es que nos invita a arremeter contra el destino para cambiar sus designios y lograr nuestros objetivos.
Quizá usted también está esperando algo. O a alguien. Quizá también voltea a ver el reloj, revisa su teléfono y le da una checada a los correos electrónicos para ver si la respuesta o el mensaje por fin llegó. Le deseo de corazón que así sea, y que entonces sonría contento porque ha alcanzado un triunfo que lo ha hecho sentir feliz.
Como epílogo, les cuento que la chica de la escuela de música una tarde por fin me devolvió la llamada, fuimos a tomar un café y, cosas de la vida, ahora es la madre de ese querubín que, dicen, anda armando un golpe de estado para legalmente gobernar nuestras vidas. Hasta la próxima.

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