Chiapas desde el Senado / Zoe Robledo

General de América

El 22 de diciembre de 1815, hace doscientos años, fue fusilado Don José María Morelos y Pavón, cura de Carácuaro, conocedor de caminos reales y desvíos en la costa Guerrero-Michoacán, crítico de la Constitución de Cádiz, «general americano», «Siervo de la Nación», militar de genio y mezcla étnica de indio y mestizo.
Seguramente, los sonidos, colores y sabores de la Navidad llevan a muchos mexicanos a pasar por alto este acontecimiento de pena para nuestra historia. Seguramente el adefesio orgánico vestido de rojo, que ríe artificiosamente para disfrute de varios, hace olvidar a muchos al gran precursor de nuestra vida como nación y de nuestra identidad que hoy mantenemos, a veces en vilo y otras con variado orgullo. Morelos es, sin ninguna alguna, el fundador de la idea de una Nación independiente, moralmente justa, políticamente pacífica y socialmente equilibrada.
Morelos conocía los caminos de la sierra media entre Michoacán y Guerrero; los conocía porque los recorrió con su pequeña recua de mulas y caballos. Sin embargo, también tenía una clara percepción sobre los caminos de la estrategia política, que en ese tiempo se orientaba hacia el lado militar. Morelos basó sus brillos militares en sus saberes sobre la geografía y los seres humanos; también tuvo una visión estratégica del escenario político.
Junto con Hidalgo y otros precursores, Morelos valoraba la coyuntura generada por las desgracias de los Borbones en la Península. Al igual que sus contemporáneos lectores de La Enciclopedia, el hombre del pañuelo en la cabeza conoció los avatares de la rebelión en otros países de América y de la otra América que hoy es Estados Unidos. Morelos conocía las desdichas de una estructura social sostenida por las desigualdades ancestrales y, sin embargo, comprendió que si se quería la libertad era necesario que los conflictos de clase y casta se neutralizaran para no hacerle el trabajo al imperio español.
Su visión política le llevó a subirse al lomo de la fe religiosa, no como un sentido oportunista, sino como una valoración adecuada del sentimiento cristiano de los novohispanos, particularmente de los pueblos indios. De la religión cristiana, Morelos sustrajo los últimos residuos del humanismo Erasmista y de la fuerza moral de los primeros cristianos.
Y no le faltaba razón, la evangelización en México fue un proceso parecido al de la expansión islámica, cuando la espada fue seguida por la fe: para el Islám, la fe es lo primero y esa fe requiere de ser promovida: a la fe le sigue la conversión de los conquistados. Los conquistados, para el Islám y el Cristianismo inicial, deben vivir para ser convertidos, para la gloria de Alá y de Cristo, respectivamente.
Morelos sabía y hacía valer el hecho de que el cristianismo español en América le dio un lugar a los indios, así fuera el menos privilegiado, en la estructura colonial. A diferencia de otros cristianismos que consideraban a los nativos como un obstáculo para la civilización o, simplemente, parte del paisaje.
En su visión política amplia, Morelos supo integrar en la lucha no solamente a los indios desarrrapados; sino también a hombres cultos y frecuentemente a personalidades de recursos materiales, como lo fue el caso de los hermanos Bravo y los Galeana. El razonamiento era simple: si se quería la independencia, se debería buscar con la unidad de todos los novohispanos y si tenían recursos —de toda naturaleza— era mucho mejor.
Morelos fue el promotor del marco jurídico que culminó con la Constitución de Apatzingán. Estas leyes, que abolían la esclavitud y, lo que es mucho más importante para la Nueva España, el sistema de castas con sus complicadas tributaciones. Morelos es el precursor de la igualdad en América.
El 22 de diciembre de 1815, Morelos recorrió su último camino, de La Ciudadela a San Cristóbal Ecatepec. Iba con grillos puestos y su capitón —el pañuelo en la cabeza, que siempre lo identificó en las veredas y en las batallas—. Morelos no era un valentón y durante su marcha sintió el miedo de los verdaderamente valientes. Antes de morir, recurrió al auxilio de un capellán, el padre José María Salazar, y confirmó su fe religiosa de la cual nunca se había separado.
—hínquenlo aquí—dijo el capitán del pelotón de fusilamiento.
—¿Aquí me he de hincar?—preguntó el prisionero.
—Sí, aquí…haga usted cuenta que fe el lugar en que Jesucristo redimió su alma… —expresó Salazar.

Fuentes:
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Varias ediciones.
Edgar Robledo, Agenda cívica del educador chiapaneco. Gobierno del estado de Chiapas.
Carlos Herrejón, «Los últimos días» en Letras Libres, México, diciembre de 2015.

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