Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Cuando era niño, durante una temporada viví en una colonia donde todavía se podía salir a correr por las calles, jugar futbol o pretendernos exploradores en los terrenos baldíos. Sabíamos nuestros nombres, pero en no pocos casos algunos contaban con apodos heredados de sus padres y así los llamábamos sin que por ello se sintieran ofendidos.

De entre todos los vecinos recuerdo a Manuelito, que vivía frente a la casa de mi abuela y además de ser amable con los adultos, tenía la cualidad de preocuparse por los más pequeños y el defecto de aparecer donde no era requerido, lo que no pocas veces le significó la amenaza de ser agarrado a golpes por otros niños con menos paciencia o más acostumbrados a modos violentos de resolver los asuntos.
Manuelito, echando mano de la diplomacia y para no quedar mal parado, se retiraba diciendo algo así como: «sólo porque soy buena onda, no te meto tu buena madriza».
Tantas veces lo dijo, que terminó siendo una frase con la cual se le molestaba, a lo que él, impertérrito, respondía: «De verdad, agradezcan que soy buena onda…».
Una tarde se encontraba entre nosotros el Chipilín, niño bueno para los trancazos y acostumbrado a imponer su ley entre los más pequeños y aún a los más grandes que él. Si bien ya había dado señales de estar harto de Manuelito, nunca imaginamos que sin mediar palabras y nomás porque le fastidió ver que éste escabullía de nuevo a una pelea, se le fue encima para sonarle dos puñetazos en la cara.
Manuelito, más pequeño y delgado, se revolvió como lombriz con sal y luego, transformado en un Bruce Lee infantil, comenzó a devolver los golpes y patadas con una ferocidad que nunca le imaginamos, al punto de terminar encima del Chipilín que acabó llorando y pidiendo que lo ayudaran.
Nadie se atrevió a meter las manos por él y sólo la mamá de Manuelito fue capaz de sacar a su hijo del asiento humano que se ganó de sorpresa.
—¡Se los dije! —gritó Manuelito mientras se lo llevaban— Por buena onda es que no quería pelear.
A la tarde siguiente, como correspondía en esos casos, los niños volvimos a reunirnos como si nada hubiera pasado. Manuelito y el Chipilín no firmaron la paz, simplemente aparentaron dejar el asunto en el pasado, porque las cosas ya no fueron iguales: Nadie volvió a molestar al primero y el segundo dejó de buscar peleas.
En algún momento incierto mis padres y yo nos mudamos a la colonia donde habría de vivir una buena cantidad de años, al poco tiempo Manuelito y su familia migraron al otro lado de la ciudad y el Chipilín desapareció, algunos dijeron que por Oaxaca, escapando de quién sabe qué afrenta familiar que le significó la muerte a uno de sus hermanos mayores y que en aquel entonces rondaba por los veinte años.
Durante más de tres décadas no volví a saber de ellos y, como ocurre con muchas amistades que se encuentra en el camino, poco a poco los fui olvidando.
Hace unas semanas fui invitado a una reunión de trabajo para plantear distintas estrategias para promover la preservación ecológica. Mientras me presentaba ante todos, noté que volteó a verme fijo el encargado de tomar nota de los acuerdos. Luego, cuando él se presentó como el Ingeniero Ambiental Manuel Z., comprendí que podría tratarse de mi amigo de la infancia, sólo que se veía demasiado envejecido.
«Quizá sea un homónimo», me atreví a pensar, pero apenas hubo un descanso, ese hombre de frente amplia, canoso y mirada triste se acercó a preguntarme si yo era el mismo Luis con quien jugó en una calle empedrada en el suroriente de la ciudad.
El gusto que me dio encontrarlo, se vio pronto eclipsado por las vicisitudes que escuché que vivieron él y su familia, a las cuales resistió gracias a una enorme capacidad de resiliencia. Sin embargo, y como si el destino quisiera probar su capacidad de aguante, se casó con una chica con un mal congénito que sólo se hereda a los hijos varones, el cual implica una degeneración muscular imparable, y que llevó a la tumba a los dos hijos que tuvieron.
—Llámame mala persona —me dijo—, pero no pude resistir más tiempo junto a ella, y después de enterrar a mi último niño, ya no fui ni a pararme a mi casa. Digamos que vivo huyendo, no de ella, sino de mí mismo. El problema (comentó con una sonrisa) es que a cada rato me alcanzo.
Entonces cometí el error de no detenerme. Abrí la boca para evocar el pasado y comenté que nunca volví a ver al Chipilín.
—No eres el único —me contestó—. Yo sí volví a tener contacto con él. Nos hicimos muy amigos. Él era comerciante y le iba bien. Hasta contrató como contadora a una de mis hermanas. Hace unos años desapareció allá en Oaxaca. Encontraron su auto, pero a él no. Ya sabes, esas cosas que sólo pasan en México. No sólo nos faltan 43 —remató y volvimos a la reunión pues ya nos llamaban.
Me despedí a la distancia porque salí más temprano que los demás.
Hace unos días llamé a un amigo en común, me contó que Manuel había renunciado para irse a Costa Rica, donde le dijeron que había una posibilidad laboral. No entendían por qué se fue, si todo iba de maravilla y ganaba bastante bien.
—Hay gente a la que le gusta saltar al vacío —le respondí, y en mi interior le deseé un buen viaje a Manuel, con la esperanza de que pronto termine su batalla interior y por fin pueda estar en paz consigo mismo. Hasta la próxima.

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