El Palo que Habla / Jorge Mandujano

«El Gallito Inglés» vuelve a las andadas

Pasaron ya seis años de la partida de Don Armando Jiménez. ¿Les dice algo el nombre? Pos no. ¿»El Gallito Inglés»? —Pos sí, pero no a todos los valedores. ¿El autor de Picardía Mexicana? ¡¡¡Pos cómo jijueputa que no!!! (más de tres millones de ejemplares del condenado manifiesto ése).
El lenguaje mexicano está de fiesta. La palabra justa, las variantes dialectales (el caló es una de ellas), saltan desde lo más profundo de sus clósets y advienen las transparentes vitrinas, para decirle al señor Armando Jiménez que, en resumidas cuentas, «sigue siendo una pistola allí donde está».
La Picardía Mexicana no es sólo un referente en la historia escrita (y acaso olvidada) del habla de un México acaso olvidado. Meterse a lo «más sucio», a los mingitorios, a las cloacas de un México que perdía a poetas en las cantinas, como a Ramón López Velarde. A músicos, como Guty Cárdenas, y a niñas inolvidables, como Pita Amor, no era empresa fácil.
Así recogió puntualmente una envidiable antología de «groserías» que logró bien guardar en un libro que, a su vez, causó escozor en la llamada Liga de la Decencia, y en la Iglesia misma.
«Mi papá conocía a dos o tres que habían intentado publicar algo similar a su libro y que habían acabado en la cárcel, así de grave era la censura en ese momento. Ese era uno de los grandes miedos de mi papá, entonces se le ocurrió que una manera de ampararse era buscar eruditos en los diferentes campos del conocimiento, opiniones que pidió a la crema y nata de la cultura de entonces», declaró hace unos días al diario Excélsior Armando Jiménez hijo.
La primera edición de Picardía Mexicana apareció el 15 de septiembre de 1960. Cincuenta y seis años después de su aparición, con más de 150 reediciones, y cerca de los 4 millones de ejemplares, Editorial RM publica ahora una versión facsimilar, que fue presentada la noche de este lunes en la pulquería La hija de los apaches, en la Ciudad de México.
En 1994, en mitad del ajetreo por el alzamiento zapatista, conocí a ese hombre famoso: tan famoso como humilde (a ratos): Don Armando Jiménez Farías. Creo haber compartido con él su versión del mundo. Su pasión por los viajes de una singular manera, tan soberbia como onírica: adonde fuera, retrataba contexto, más que sitio de interés turístico. Luego volvía a su búnker a olvidarse de todo: le importaba lo que había dejado pendiente por referir. Lo demás era mala literatura.
Y sí que conocí a Don Armando Jiménez. Tanto así, que nos llegamos a pelear por el jabón, las toallas, el Nescafé y demás parafernalia doméstica: fueron años de compartir una casa adonde pergeñaba sus textos desde el amanecer y hasta la madrugada del día siguiente. Fue mi suegro por algunos años, pues.
Ahora, cada vez que alguien lo refiere, los ojos se me llenan de agua, y vuelven a los días y a las noches de hasta entonces; en que, con él, amamos la vida con desenfado. Desde las baldosas del otrora «defectuoso», hasta las deshoras de los Diálogos de San Andrés. Desde la sintaxis que estorbó en veces la crónica, hasta las horas y deshoras que se desveló hasta jubilar la noche. Amaneceres como sentencia, cuando había que volver… y regresar para empezar de nuevo. Los amaneceres y los días; y la vida toda comida como una sandía gigante.
Ahora que se publica la réplica idéntica —dirían en mi pueblo— de la Picardía Mexicana, vuelvo los ojos al querido viejo, y pienso en el niño que fue, y en la justa hora que se dijo a sí mismo: «Es hora de dormir, Armando». Y se quedó dormido para siempre. Sea, pues.

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