Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

El fin de semana pasado, y nomás por demostrarle a Trump que no estoy de acuerdo con sus políticas discriminatorias y de relaciones exteriores, pensé castigar las finanzas de su país y comprar la despensa de la casa en el mercado del centro de la ciudad.
En realidad mencioné esa acción como una posibilidad remota, casi imposible de llevar a cabo, pues implicaba pasar un buen rato en el tráfico, sufrir para encontrar dónde estacionarse y, claro, caminar esquivando morraletas cargadas de verduras, señores con prisa para llegar a ningún lado, vendedores ambulantes estorbando cualquier camino y a estibadores que avanzan como tráiler sin frenos.
No tenía cinco minutos de haber mencionado esa idea descabellada, cuando la dueña de mis quincenas ya estaba lista (y con el querubín bien peinadito) para emprender la aventura y de paso, como si no tuviéramos trabajo en casa, «chacharear un rato».
─Era broma ─intenté decirle, cuando ya los dos estaban acomodados en el auto, apurándome antes de que avanzara el día y el calor fuera más intenso.
Guardé silencio todo el trayecto, recordando aquello de que las palabras son como las balas, en tanto una vez lanzadas a ninguna de las dos se les puede detener. También iba lamentándome por no saber callarme a tiempo y por ponerme solito en situaciones, si no terribles, al menos altamente incómodas.
Por suerte el querubín bajó del auto con su típica euforia infantil y, sintiéndose el Místico, se lanzó desde el asiento en un tope suicida que su padre atajó en el aire, para terminar riéndose entre mis brazos y, de paso, reconciliándome con la vida.
Entonces empezó la aventura, pues gracias al trabajo, a los compromisos, a la permanente falta de tiempo y a lo intransitable que se había vuelto la zona, tenía meses de no ir a ese territorio que recorrí innumerable veces de niño, cuando de la mano de mi tía Luvia caminaba por los pasillos y las calles laterales del mercado, buscando la fruta más económica, el chayote más fresco, a la amiga que traía sus hortalizas desde el Jobo o al señor que sólo llegaba los jueves y que era el único que vendía auténtica cera de abeja para sobar los vientres enfermos.
Se trató de un trayecto breve pero intenso, en el que avanzamos por los senderos de la nostalgia, desde los cuales la dueña de mis quincenas me señaló a las tlapalerías de siempre, ahora quizá atendida por los nietos de aquellos hombres con quienes nuestros abuelos llegaban a arreglar sus cinturones, y también estaba el vende pilas, desafiando con su oficio a la transformaciones tecnológicas, y al mismo tiempo tan parecido a los vende pilas de ayer, que de pronto se pregunta uno si no a quien en verdad está retando es al pasar tiempo.
No era el único atrapado en sus recuerdos, y mientras llenábamos con imágenes del pasado la memoria de nuestro hijo, la Dueña de mis quincenas me pidió nos detuviéramos en la esquina por donde pasaba con su abuelita, y también frente al pasillo antiguo donde alguna vez jugó y ahora está lleno de comerciantes de artículos que sirven para nada pero que cómo atraen.
Nos dimos el gusto de comprar un agua de coco y de comer un taco de pepita de calabaza sentados en un espacio angosto por donde pasaron mujeres del istmo oaxaqueño, señoras con trajes zoques, hombres de los Altos de Chiapas y merolicos con acento del centro del país.
Al querubín se le fueron agotando las fuerzas y la paciencia, y su ánimo ya no dio para caminar hasta el atrio de la iglesia de San Roque, a pesar de tenerlo a la vista. Me hubiera gustado mostrarle el barandal por donde cuentan que se deslizaba un espectro, los árboles que alguna vez intenté trepar y la casa donde viví de lunes a viernes, durante cinco años, con mi tía Luvia.
Al final decidimos ir a comer en el Flamingo, un restaurant añejo, al cual llegaban nuestros padres antes de siquiera pensar en tenernos como hijos, y al que después nos llevaron siendo niños, mucho antes de que la dueña de mis quincenas y yo nos conociéramos.
Fue ahí donde empecé a pensar en compartirles esta historia, no porque en una actitud megalómana piense que mi recuerdos puedan ser importantes para otros, sino porque tengo la certeza de que para una gran mayoría, hay una calle, un callejón, un negocio, que lo hace voltear al pasado y sonreír con nostalgia, por aquello que ya fue, por aquello que todavía es parte de nosotros. Hasta la próxima.

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