Mundo raro / Ornan Gmez

Dormir en el paraíso

De niño, le tenía miedo a la oscuridad, porque creía que allí vivían monstruos. Seres espeluznantes que podrían clavarme sus colmillos. O, simplemente, aparecerse con la finalidad de asustarme. Y siempre que se apagaban las luces de la casa, las manos empezaban a sudarme. Por eso, pese a que hiciera calor, me tapaba de pies a cabeza.
A Eduardo, mi hijo, le pasa lo mismo. Le teme quedarse solo en la habitación. Y si está oscuro, la cosa empeora. Me grita para saber dónde estoy, y así tantear el tamaño de su miedo. Y es que el miedo, por donde se le vea, es como una lombricita que engorda con nuestro miedo, le digo a mi hijo.
Y lo más trágico es que ese miedo, a veces, nace de la propia familia cuando nos dicen, ¡Ya duérmete, porque de lo contrario vendrá el «coco»! El coco podría representar un monstruo de siete cabezas que se dedica a asustar a los niños. Y a eso, le aunemos las películas o series donde aparecen monstruos emergiendo de la oscuridad. Desde diferentes partes, el mensaje es que la maldad y los miedos nacen de la noche y el silencio.
Y entonces, uno de niño, e incluso de adulto, detesta quedarse en la oscuridad, porque de nuestras mentes nacen ciclopes, asesinos en series, lloronas desconsoladas, duendes de uñas largas y dientes filosos que sonríen como hienas.
Y los niños ya no quieren estar solos, porque el miedo les arranca la tranquilidad. Y, entonces, la noche y el silencio, se vuelven sinónimos de miedo. Dicen que el temor es una reacción instintiva a lo que uno desconoce. Y coincido con ello. Sin embargo, estoy en desacuerdo en que el miedo se utilice para modificar las conductas de los niños.
Ahora pienso que, en la oscuridad y el silencio, está la calma y tranquilidad. Quizá por ello amo estar solo. Y si es a mitad de la selva, mejor. Disfruto el silencio salpicado por el chirrido de grillos y cantos de pájaros nocturnos. Ambas me cosas me arrullan, mientras empiezo a quedarme dormido.
Justo eso me pasó en el hotel el Pancham, de Palenque.
El hotel está en el corazón de una reserva ecológica, cerca de la zona arqueológica. Las cabañas, pequeñas y limpias, están entre los árboles que se mecen al son del viento. Llegué a las nueve de la noche. Me registré en la recepción y pagué el hospedaje. Voy a llevarlo a su habitación, indició un joven delgado. Puede dejar su coche por allí, y señaló un lugar a orillas de un arroyo de aguas claras que se perdía entre los árboles. Sólo que, si llueve, tendré que despertarlo para que venga a moverlo. Es que aquí, dijo sarcástico, el arroyo se sale de su cauce e inunda todo. Y si mejor lo dejo en otro lugar, sugerí. No, porque aún no está lloviendo, respondió lacónico. Mientras hablábamos, el estampido de los truenos castigaba el firmamento, en tanto el viento inmisericorde movía las copas de los árboles.
Atravesamos el bar del hotel que, a esa hora, tenía un espectáculo de luces. Una chica, de piel blanca y delgada, jugaba con un aro de fuego. Seguí al empleado cuando este se internó en la selva. Es por aquí, dijo. Un andador nos condujo a la cabaña donde dormiría. Abrió la puerta y entró a la habitación. Revisó el sanitario y las camas y luego dijo, pase. Entré y acomodé la maleta sobre una cama. Si llueve, lo despierto, amenazó el joven antes de irse. Suspiré. A mí alrededor sólo había silencio.
Apagué las luces y salí del cuarto. Árboles imponentes de raíces nudosas y una noche espesa. Más allá, en el cielo, los relámpagos eran como estrías arañando el firmamento. Cerré los ojos y agradecí a la vida por la oportunidad de estar allí, a mitad de aquella oscuridad que estremecía. El viento fuerte era una caricia para mi cansancio. De cuando en cuando, el susurro del arroyo llegaba hasta donde yo estaba. Entré, cerré la puerta y me recosté. ¿Y si debajo de las sabanas había una serpiente? La lombricita del miedo tenía hambre, imaginé. Pero ello era imposible, porque el joven la hubiera descubierto. Cerré los ojos y empecé a quedarme dormido arrullado por aquella paz que emanaba del silencio selvático.
No sé qué tiempo había transcurrido, cuando escuché golpes en la puerta. Abrí los ojos y encendí las luces. ¿Quién?, grité. El de recepción. Apúrele que ya casi llueve, y debe mover su coche. Lo aborrecí. Quise ahorcarlo allí mismo y esconder su cuerpo tras un árbol. Abrí la puerta y lo seguí. El viento era más fuerte y, en el cielo, los latigazos luminosos se sucedían a cada segundo. Más allá, en algún punto del firmamento, los truenos estallaban y hacían cimbrar la tierra.
Cuando llegamos, los otros clientes movían su coche. Me subí al mío y conduje hacia donde me indicaron. Antes de bajarme, la tormenta se nos vino encima. Gotas gordas acribillaban el coche y la selva. El estampido de los truenos amenazaba con destruir la tierra. El cielo era como una tela oscura que, de pronto, empezó a incendiarse. Me decidí y bajé del coche. En menos de un minuto yo estaba hecho una sopa. ¿Correr? Disfrutaría aquello. Así que, como si caminara por el jardín de mi casa, me dirigí a mi habitación, mientras las personas me observaban como sopesando cuántos cigarrillos de marihuana había fumado.
Lo cuento, porque, de niño, la oscuridad, el silencio y el agua, me aterraban. Si un río, por ejemplo, estaba profundo no me acercaba a él. El color oscuro de su profundidad me paralizaba. En las noches, si llovía, mi sufrimiento era mayor. El miedo era como un animal que amenazaba con destrozarme, y lloraba. ¿Cuándo se terminó? Cuando descubrí que la noche, para otras personas, era como un poema. Así que decidí seguir el ejemplo. Por eso, en las noches lluviosas es cuando más disfruto beber café y leer un libro.
Me mojé hasta los huesos. En cada tramo del andador que era iluminado por los rayos, me detenía para contemplar el paisaje tétrico. Iba despacio, disfrutando la lluvia que acribillaba mi espalda. Sonriendo como un niño con juguete nuevo. Cuando llegué a la habitación, volví la vista para mirar la selva: árboles doblados por el viento, rayos luminosos y charcos por doquier. Entré. Me desvestí y me puse ropa seca. Y, sin más, me tiré a la cama. Cerré los ojos y me concentré en el ruido sordo que producía la lluvia contra el techo de la habitación. Más allá, los estruendos seguían cayendo como bombas. Y, más allá, el viento, al estrellarse contra los árboles, producía un silbido.
Estoy en el paraíso, dije sonriendo. Luego pensé que la lombricita del miedo se quedaría sin cenar. Y me dormí.

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