Mundo raro / Ornan Gmez

Ladridos feroces

El estallido vibró en los cristales de las ventanas de la habitación. A mi lado, Eduardo dormía inocente. Cerré Harry Potter y el cáliz de fuego, me levanté de la cama y miré a través de la ventana. Luces rojas, azules y amarillas centelleaban. ¡Pum pum pum! Es la feria, susurré. Volví a la cama y cerré los ojos. ¡Pum pum pum! Los perros ladraron enloquecidos. Di vueltas, pero los bocinazos traspasaban los cristales. Estallidos de bombas, pensé en Estados Unidos atacando a Medio Oriente. Me puse la almohada sobre la cabeza, pero los bocinazos persistían. Once de la noche, anunció el reloj. Observé el segundero: uno, dos, tres, diez segundos. Sumaron un minuto. Le siguieron más. Once con treinta. Desde hacía rato que Eduardo dormía. Yo no pude, porque a esa hora empezaron los ¡Pum pum pum! Recordé que habían anunciado que un cantante famoso vendría a alegrar la tristeza de los comitecos. Christian Nodal, vi en algún anuncio publicitario. Seguro que sus berridos estaban por escucharse en el Pueblo mágico.
Lo importante es alegrar al pueblo, diría mi amigo Teo que aborrece ese amontonamiento de gente que, dice, representa el circo. Imaginé que muchos de los que estaban allí calzarían botas vaqueras y vestirían camisas a cuadros para sentirse un poquito norteño. ¿Se creerían sicarios escuchando al Nodal ese? Era posible. Di otra vuelta en la cama, y los aullidos empezaron. El pueblo, feliz, coreaba al cantante. Los gritos eran como bisturí abriendo la piel.
Más bien, así lo sentí, porque allá, en la feria, la gente andaba prendida. Imaginé que mientras coreaban al Nodal, algunos bebían lingotazos de cerveza helada. El alcohol revive los recuerdos, pensé al imaginar que más de uno estaría dedicando la rolita a alguien. Hombre o mujer, pero a alguien. Quizá recordaban la piel desnuda, el calor de los cuerpos y los labios húmedos. ¡Adiosss amorrrr, me voyyy!, berreaba el pueblo. Nodal no cabe en sus calzones, maldije. Y allí andaba, cantando con más fuerza el hijo de la chingada. ¿A quién chingados le importaba que esos gritos estuvieran destrozando mis nervios o las de otras personas? Lo importante era alegrar al pueblo.
Lo imaginé frente a mí, delgadito como un palillo. O te callas, o te parto la madre, lo amenacé. Pero la multitud lo defendió. Que el culero ese se vaya a dormir, o le damos en la madre, dijeron. Iría a acusarlos con el presidente municipal, que para eso es el mandamás de los comitecos. Le diría, Señor Fox, fíjese que ese pinche Nodal que los organizadores de la feria trajeron, no me deja dormir con sus berridos. ¿No podría mandarlo callar? El presidente se me quedaría mirando y sonreiría. Una risa bonachona como la que acostumbra en los eventos públicos. Y diría: No lo creo, amigo. ¿No ve que es la feria del pueblo?
Tenía razón. Era el único momento para que todos, profesionistas, albañiles, atracadores, asalta casas, políticos y sicarios, se hermanaran entre sí berreando la canción del Nodal y se olvidaran, por algunas horas, de la falta de agua, de los drenajes descompuestos, de la contaminación de los lagos de Montebello, de la deuda millonaria a CFE, entre otras tranzas que los políticos comitecos hacen.
Que el cabrón ese que escribe deje de chingar con sus quejas, o comisionaremos a dos o tres cabrones para que la partan la madre. Ya estaba alucinando por el desvelo. Me levanté de la cama. Di dos vueltas a la habitación. Hice una sentadilla y dos lagartijas, pero fue en vano. Los nervios seguían tensos. Y cuando me pasa eso, pienso cosas feas. Si tuviera una bomba, la tiraría desde aquí. ¡Pum! Silencio. A la fregada con el Nodal y sus berridos. Fin de los gritos. Bienvenido el silencio. Pero no. No tenía bomba ni nada. Encendí las luces. Casi la una de la madrugada. Dicen que el insomnio se quita leyendo.
Tomé Adiós, muñeca de Raymod Chandler. Las letras se movieron como hormigas en un hormiguero. Pinche feria de pueblo, gruñí. En el espejo de la habitación me vi ojeroso y con los ojos desorbitados. Hace años que no me desvelo, porque es jodido sentir, al día siguiente, una loza sobre los hombros. Antes, cuando bebía alcohol, pasaba dos o tres noches sin dormir. Pero no iba a ninguna feria. Me gustaban los bares donde se pudiera hablar y escuchar las pendejadas de los otros briagos. O beber con mis amigos que, siempre, eran más ocurrentes que el Nodal ese.
Dejé el libro. La meditación ayuda, recordé que alguien dijo. Cerré los ojos y me concentré en mi respiración. ¡Ommm! ¡Pum pum pum! Imposible. Eran truenos. La música de Nodal atrapa, me dije cuando escuchaba el grito de la multitud. Sus letras son una declaración de guerra al desamor. Cuerpos trenzándose en una batalla ardiente, pensé. Seguro que los diarios afines al presidente de Comitán pondrían al Nodal por las nubes. Gran noche de feria, escribirían los reporteros. Agradecerían a los organizadores por traer a un artista de la talla del Nodal, porque con ello se engrandecía la cultura comiteca. Y la gente que lee diarios diría que sí. Que fue un magnifico evento. Como ningún otro en esta ciudad donde vivió Rosario Castellanos, autora de Balun Canan. ¿Balun Canan?, no seas mamón. A la feria se va a beber y a echar desmadre, no a hablar de libros. Y tenían razón. ¡Adiosss amorrrr!, resonó el grito en la oscuridad.
Tampoco pude meditar. ¡Y ahora qué! Dicen que un vaso de leche tibia ayuda. Bajé a la cocina. Entibié la leche y, mientras las bebía a sorbos, los perros ladraban con fiereza. También se desvelan, dije sarcástico. La una de la mañana y yo en la cocina. A esta hora más de uno ya estaría doblado alcoholizado sobre alguna mesa. Otros estarían camino a algún motel. En Tuxtla, un amigo me dijo que, excitados por los tragos, las parejas buscan los lugares más solitarios y oscuros para hacer el amor. ¿Acá pasará lo mismo? Quizá alguno se animaría a visitar el espacio donde están los animales y allí, ante los ojos vidriosos de los toros, harían el amor al ritmo de Nodal.
Dejé la cocina y subí a la habitación. El cantante se calló. Suspiré y agradecí a algún dios nocturno el milagro. Parecía que se le acabó el tiempo. Ahora sonaba uno que otro narcocorrido. Me eché a la cama y empecé a contar borregos imaginarios. Eso no falla, me dijo mi abuela hace años. Uno, dos, tres. Los ruidos se fueron apagando y empecé a hundirme en una oscuridad agradable. Me dejé ir. Los músculos se relajaron. Quizá soñaría con el Nodal, pero ya no importaba, porque deseaba olvidarme del mundo. Sin embargo, antes segundos antes de quedarme profundamente dormido, los perros, ¡benditos!, empezaron un concierto de ladridos feroces.
Y, de nuevo: nervios tensos y ojos desorbitados.

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