Quemar la efigie / Eduardo Torres Alonso

Dentro de la conmemoración del 85 aniversario de la expropiación petrolera –acción que alcanza, para algunos, la dimensión de epopeya y, para otros, representó el comunismo en el país– llama la atención un hecho que de forma gradual va teniendo resonancia en la discusión pública: la quema de una efigie.

Ciertamente, dentro de los actos performativos en las manifestaciones en México, hacer presente a políticos, empresarios, caciques dirigentes sindicales con máscaras, piñatas o estatuas de cartón, tela y paja no es nuevo. La figura del “Judas”, arraigada en las festividades mexicanas, representa el exorcismo de los demonios y pecados. El fuego purifica y sana el alma. Así, al quemar a los opresores, se termina con el mal que ellos encarnan.

Como toda manifestación, la del fin de semana resultó ser una catarsis para los asistentes. Vivas, aplausos y gritos en favor del líder. También fue oportunidad para que algunos mostraran molestia, oposición y enojo a quienes no son como ellos. Es decir, hacia aquellas personas que piensan distinto, pero no sólo eso: que son considerados enemigos –ni siquiera rivales u opositores– porque no comparten una forma de ver –y, acaso, entender– la realidad. ¿Cómo se llega a esto?

La efigie que se quemó fue la de la titular de uno de los poderes de la Unión. La ministra Norma Piña Hernández, electa presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el 2 de enero de 2023 y primera mujer en ocupar dicha posición desde que existe la SCJN, concentró una parte de la aversión. ¡Se quemó la figura de una mujer en un país feminicida! No hay ninguna sutileza. La acción es deplorable.

El rechazo a su figura, se presume, radica en las decisiones que, como jueza constitucional, ha tomado y en los posicionamientos públicos que ha expresado. No obstante, es necesario decir que su presencia en el espacio mediático es muy discreta. Esto no es del todo equivocado: después de una sobreexposición de su antecesor. Que las “sentencias hablen” resulta adecuado.

Entonces, si ella no sujeta el micrófono para compartir sus ideas de manera abierta ni está en confrontación, ¿desde dónde se atiza el fuego? Es transparente que desde el poder Ejecutivo se ha manifestado una diferencia con el poder Judicial, en general, y con los ministros, en particular. Disentir no debe ser extraño en la política, pero en la práctica mexicana se tiene la costumbre de que todos apoyen al Presidente. En realidad, no debe ser así porque en una República, como la que se establece en la Constitución de 1917, hay división de poderes, estos se encuentran revestidos de autonomía y su integración tiene mecanismos y lógicas distintas.

La violencia verbal se está materializando en acciones concretas. Detener la polarización y la falsa organización del mundo en dos bandos, en donde en uno hay gente bondadosa y en otro reina la maldad, es urgente. Quienes tienen acceso a los medios masivos de comunicación tienen la primera obligación de armonizar las relaciones sociales. Si no pueden o no quieren, entonces, desde la ciudadanía hay que hacer oídos sordos al enfrentamiento con los vecinos, conocidos o familiares y recordar lo que une. De las frases violentas a la violencia física hay un paso. El odio no debe ganar.

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